Semblanza del pintor ateneísta por Antonio Milla Jiménez.
[La vida y obra del pintor ateneísta Antonio Adelardo García Fernández está reseñada y publicada en la obra de Gerardo Pérez Calero, Directivo Bibliotecario del Ateneo y Catedrático de Historia de Arte, titulada Antonio Adelardo, pintor-poeta, médico y ateneísta, Ateneo de Sevilla, 2009]
Olvera, 1910-Sevilla, 1985. Considero que soy un ser afortunado por haber tenido la oportunidad de conocer y tratar, durante muchos años, a una persona excepcional y entrañable como fue Antonio Adelardo García Fernández. Tengo en la mente de una manera clarísima que fue una luminosa mañana de domingo del mes de febrero del año 1936, cuando vi por primera vez a Antonio, teniendo yo once años. Era muy amigo de mi padre y ambos amigos y devotos admiradores de D. José Rico Cejudo, eximio maestro de la pintura sevillana. En esa luminosa mañana de domingo nos encaminamos hacia la Casa de los Artistas, situada en la plaza de San Juan de la Palma, Antonio, mi padre, mi hermano Nicolás y el que esto suscribe. En dicha casa tenía el estudio Rico Cejudo donde pudimos admirar el cuadro que el maestro enviaría a la Exposición Nacional de ese año. En esas circunstancias conecté, para toda la vida, con Antonio Adelardo en el seno de la gran familia ateneísta en la vieja sede de la calle Tetuán.
Adelardo era un ser irrepetible y de formidable personalidad. médico y pintor, poseía una faceta casi desconocida para todos, poeta. Según confesión propia, con el gracejo que le caracterizaba, comentaba que al estar en reuniones con médicos se ponderaban mucho sus cualidades como pintor y cuando estaba entre pintores era médico eminente. Sus cualidades humanas nos admiraban a todos. Su entrega en la amistad, su colaboración en el trabajo en la sección de bellas artes, durante los veinte años en que desempeñé la presidencia de la misma y en la que me acompañó en diversos cargos, son para recordar siempre.
La obra de Antonio Adelardo tiene el don de lo único y trascendente. Sus cuadros los entonaba siempre dentro de una rica gama de verdes que unido a su forma de encarar el dibujo y los temas de gitanos, bandoleros y extraídos de la literatura popular, conformaban una obra que no podía ser más que de Antonio Adelardo. Recuerdo muchos de sus cuadros pero, fundamentalmente, el titulado Café de Chinitas, de gran formato y calidades óptimas en cuanto a color, dibujo, composición y expresividad, digno de figurar en la mejor antología de la pintura sevillana. Su personalidad, discutida y arrolladora como pintor, podemos trasladarla a su actitud ante la vida como individuo y como médico. Le acompañé muchas veces por las calles de Sevilla y era complicadísimo deambular con él ya que, constantemente, era abordado por personas de todas las clases sociales para saludarle y agradecerle algún favor como paciente tratado por él. Entre las innumerables anécdotas de su vida, son suficientes dos para resumir el compendio de sus bondades. Una madrugada estaba charlando en la puerta de su casa con un amigo que le había acompañado hasta allí. Vivía Antonio en la Plaza de San Martín, frente a la iglesia. Pasaba un táxi y el amigo lo requirió para trasladarse a su domicilio pero Antonio insistió en acompañarlo para proseguir la conversación. ¡El amigo vivía en el Cerro del Águila! En otra ocasión nos encontrábamos en el Ateneo, afanados en quehaceres de la Cabalgata de Reyes Magos y se acordó que le tenía prometido a Pepe García Díaz unas vitaminas para sus hijos. Le pidió a Pepe que le acompañara uno de ellos, a su casa, para entregarle lo que consideraba fundamental para la salud de los críos. Cuál sería nuestra sorpresa cuando llegó la criatura con una gran caja de mantecados. La reacción inmediata de Pepe fue llamarlo por teléfono para aclarar la situación. Antonio contestó lacónico: “No tengo las vitaminas que deseaba enviarte pero, mientras las consigo, que se coman esos mantecados porque los niños están muy delgaduchos”. Así era Antonio Adelardo. La edad era tema tabú para Antonio. Sentía terror al paso de los años y su madre, a quién tuve el honor de conocer, en una conversación sostenida sobre el tema me aclaró, en su presencia, que había logrado hacerle olvidar el día en que nació y que no sabía cuantos años tenía. Era un decir. Genialidades de un hombre que siempre tenía la sonrisa en los labios, gesticulaba con gran expresividad y tenía a punto, siempre, la frase oportuna o consoladora para reconfortar el espíritu. En su conversación solía aparecer con frecuencia la mención de dos pueblos que para él eran emblemáticos: Olvera y Morón. Olvera, lugar de su nacimiento y Morón, por sus vinculo s familiares, ya que sus dos hermanos, Manolo y Narciso, más pequeños que él, residían en ésta localidad.
Con éstas rápidas pinceladas sobre la personalidad de Antonio Adelardo quiero dejar constancia de su ateneísmo incondicional, siempre expresado a borbotones, como eran sus actuaciones y actitudes ante la vida. Antonio Adelardo. ¡Un amigo de lujo! Antonio Milla Jiménez